"Huelga decir que no podemos culpar a un boxeador turco, campeón de los pesos pesados, de no advertir, mientras pasea tranquilamente por una calle de Hamburgo con su madre del brazo, que le sigue los pasos un muchacho flaco envuelto en un abrigo negro.
El Gran Melik, como lo llamaban con admiración en su barrio, era un gigante de hombre, greñudo, desaliñado y campechano, con una sonrisa espontánea y amplia, el pelo negro recogido en una coleta y unos andares cimbreantes y desenvueltos que, incluso sin su madre, abarcaban media acera. A los veinte años, era una celebridad en su pequeño mundo, y no sólo por sus proezas en el cuadrilátero: representante juvenil electo de un club deportivo islámico, finalista tres años consecutivos en los cien metros mariposa del Campeonato del Norte de Alemania y, por si fuera poco, portero titular de su equipo de fútbol de los sábados.
Como la mayoría de las personas de envergadura considerable, estaba más acostumbrado a ser mirado que a mirar, y he ahí otra de las razones por las que aquel muchacho flaco le siguió los pasos sin que lo advirtiera durante tres días y tres noches."
El Gran Melik, como lo llamaban con admiración en su barrio, era un gigante de hombre, greñudo, desaliñado y campechano, con una sonrisa espontánea y amplia, el pelo negro recogido en una coleta y unos andares cimbreantes y desenvueltos que, incluso sin su madre, abarcaban media acera. A los veinte años, era una celebridad en su pequeño mundo, y no sólo por sus proezas en el cuadrilátero: representante juvenil electo de un club deportivo islámico, finalista tres años consecutivos en los cien metros mariposa del Campeonato del Norte de Alemania y, por si fuera poco, portero titular de su equipo de fútbol de los sábados.
Como la mayoría de las personas de envergadura considerable, estaba más acostumbrado a ser mirado que a mirar, y he ahí otra de las razones por las que aquel muchacho flaco le siguió los pasos sin que lo advirtiera durante tres días y tres noches."